La sociedad española se enfrenta a un año electoral en un clima de profunda polarización política. Según el Barómetro de Confianza Edelman, publicado por esta firma estadounidense a comienzos de este año, España se sitúa entre los seis países más polarizados del mundo, junto a Argentina, Colombia, Estados Unidos, Sudáfrica y Suecia. Las causas son diversas. Las principales, el desequilibrio institucional, las ansiedades económicas y la batalla por el relato, propiciada en muchos casos por los medios de comunicación. Las redes sociales, la sobreexposición mediática y el personalismo actual someten al político a un estado de ansiedad permanente que le lleva en no pocas ocasiones a caer en incoherencias, contradicciones y a escenificar posturas irreconciliables para asuntos que son claves para el bien común de una sociedad entera. En un entorno más competitivo que nunca y, a la vez, más atomizado por la irrupción de nuevas marcas políticas, los partidos tratan de sellar al máximo las diferencias con sus rivales para evitar fugas de votos a otras formaciones, lo que hace más difícil la gobernanza. En este contexto, votar es, para muchos ciudadanos, un vano ejercicio que no ayuda a solucionar los múltiples problemas económicos y sociales que tenemos, y no da estabilidad para el futuro.
En una de sus últimas entrevistas, con motivo de los 10 años de Pontificado, el papa Francisco destacaba la necesidad de coherencia, pasión y servicio en la política, en un contexto especialmente complejo para la paz y la convivencia. La Fratelli Tutti ofrece una serie de guías para acercarse a lo que él denomina “la buena política” que ayuden a caminar hacia la amistad social.
La Transición española fue la escenificación de esta amistad social. Aún con sus deficiencias, facilitó el acuerdo entre contrarios en aras de un bien mayor, que era la reconciliación y la democracia en España. Ramón Jáuregui, veterano dirigente del PSOE, participó muy activamente en este proceso que tuvo lugar entre 1975 y 1982. Aunque no cree que cualquier tiempo pasado sea mejor, sí considera muy necesario en este momento ayudar a recuperar la confianza de los ciudadanos en la política. Porque, de lo contrario, está en riesgo la propia esencia de la democracia.
P.- En Fratelli Tutti, el papa Francisco hace un llamamiento a una forma de hacer política que no busque solo los votos, sino que trabaje por los grandes principios y apueste por un servicio al bien común a largo plazo. Usted ha representado una forma de hacer política de la mano tendida ¿En qué momento estamos? ¿Hemos perdido la capacidad de volver a los grandes consensos?
R.- Los grandes pactos desaparecieron con el multipartidismo que muchos consideraron una buena nueva. Con el multipartidismo reapareció el bloquismo en España y esta es la situación que vivimos actualmente. Quiero pensar que los pactos de Estado volverán porque son necesarios para el progreso de nuestro país, pero no los veo a corto plazo.
P.- Este año es decisivo electoralmente. En la antesala de los comicios municipales y autonómicos, han surgido nuevos partidos, como Sumar, que dividen aún más a aquellos que rompieron, tras el proceso iniciado el 15-M, con la dinámica del bipartidismo. ¿Está la gobernabilidad nuevamente condenada al fracaso? ¿Hay salida a la polarización que vivimos?
R.- La salida a la gobernabilidad que no siga la senda de los dos bloques no vendrá por el voto, porque en 2024 seguiremos en un sistema multipartidario. La única salida a corto plazo es el cambio en la obtención de la investidura. El límite de los 176 diputados como mínimo para obtener la investidura, nos condena al bloquismo. Si nos pusiéramos de acuerdo en cambiar la ley de gobierno y pudiera ser investido el partido ganador, los pactos serían imprescindibles posteriormente.
P.- Las últimas encuestas del CIS relativas al nivel de confianza de los españoles en la política, publicadas en el mes de noviembre, daban un suspenso a esta clase política en general. ¿Qué se está haciendo mal para que haya esa desconfianza?
R.- La desconfianza es consecuencia de factores diversos. No creo que los dirigentes de ahora sean peores por naturaleza o mucho menos por formación. Están incluso mejor preparados que la generación de la Transición. Sin embargo, creo que la política democrática en el siglo XXI, la política de las redes sociales en Internet, de los populismos, de la complejidad multisectorial, del multipartidismo, es objetivamente más difícil que antes. Más me preocupa que la desconfianza ciudadana debilite la democracia y que la política pierda apoyo social. Eso sí es grave.
P.- Los grandes gurús de la comunicación política dicen que las ideas han muerto y que importan más los liderazgos. ¿Está de acuerdo? Si no se conocen los programas, ¿con qué principios se vota?
R.- No, no estoy de acuerdo con eso. El mundo se ha puesto muy difícil y la gobernanza exige cada vez más conocimientos. Las ideas, los programas, los proyectos políticos y sociales necesitan masa gris, proposiciones, alternativas y soluciones. Ideas y programas, al fin. Pero, dicho esto, admito que los líderes son importantes para encarnar y dirigir la política, para vertebrar ciudadanía, para convencer colectivamente del camino que se recorre.
P.- Hace un par de años, en un encuentro celebrado en la Fundación Pablo VI, hablaba usted con Federico Trillo de la necesidad de recuperar la centralidad en política. ¿Qué significa eso? ¿Por qué en España toda tendencia a crear un partido de centro se ha visto abocada al fracaso?
R.- No es lo mismo la centralidad política que un partido de centro. Partidos de centro ha habido muchos, pero han fracasado todos porque los dos grandes partidos de España, el PSOE y el PP, ocupaban el espacio central del electorado, bien desde la izquierda o desde la derecha, respectivamente. Cuando yo hablo de recuperar la centralidad política me refiero a ser un partido con vocación de mayoría, capaz de recibir ese apoyo electoral por la fiabilidad y la solvencia que suscitan sus actos y sus propuestas. Son tus políticas las que te centran y te convierten en partido mayoritario.
P.- Las brechas en la separación de poderes son el principal síntoma de la debilidad de nuestras democracias. En España la polarización política y la pugna por el control ideológico del Poder Judicial nos han situado, según la clasificación de “The Economist” en una posición de “democracia defectuosa”. En los últimos meses hemos vuelto a recuperar el nivel de “democracia plena”, pero ¿debemos tomar nota? ¿Está amenazada la democracia en España?
R.-. Todas las democracias sufren y es muy importante defenderlas y fortalecerlas. El respeto a la separación de poderes es un factor clave. Lo ocurrido en España con el Poder Judicial y en concreto con el Consejo del Poder Judicial, es gravísimo en mi opinión. Aquí la primera y principal responsabilidad corresponde al Partido Popular. Afortunadamente la independencia judicial funciona correctamente. Desde el Tribunal Supremo a los 6.000 jueces que hay en España dictan sentencia cada día con independencia y objetiva aplicación de la ley.
P.- En España, legislar por la vía del Real Decreto Ley se ha convertido en una costumbre. Asuntos que deberían pasar por el control parlamentario se tratan por la vía de urgencia. Decía Josep Piqué en un foro organizado por la Fundación Pablo VI que en toda Europa estamos asistiendo a una supremacía del poder ejecutivo sobre el resto de poderes y que eso pone también en riesgo las democracias. ¿Está de acuerdo?
R.- Esta legislatura ha conocido un exceso de legislación por esa vía y sí, ciertamente, el Decreto Ley debiera ser más excepcional. En la estadística de estos años han influido tres circunstancias muy extraordinarias: una pandemia, un volcán y una guerra. Lo explica, pero no lo justifica en todos los casos en los que se ha utilizado. Coincido con Piqué, a quien rindo de paso tributo de amistad y admiración, en que los ejecutivos se imponen a los legislativos en casi todos los sistemas democráticos del mundo. Por la celeridad del tiempo que vivimos, por la interdependencia de los acontecimientos de una geopolítica en cambio y por la complejidad multisectorial de los temas. Pero hay que poner soluciones y esto pasa por acelerar la vida legislativa en la tramitación de las leyes y convertir a las cámaras en poderes más dinámicos y cercanos a la realidad.
P.- Valores como la ejemplaridad, la honestidad, la coherencia... ¿Son compatibles con un modelo de hacer política en el que se prima el elemento emocional?
R.- Esos valores están por encima de las emociones. Son permanentes. Son condición Sine qua non de la responsabilidad y de la representación pública. Las emociones no son ajenas a la política. Las emociones reflejan sentimientos y la vida pública está llena de ellos: la solidaridad y la compasión, por ejemplo, son perfectamente compatibles con esos valores. El patriotismo, la memoria histórica, el propio partido pueden producir emociones. No, estos no deben excluirse del ámbito de la política, pero lo que debe preocuparnos es que las emociones sustituyan a las ideas y polaricen la sociedad en base a emociones antagónicas. Eso puede ser mortal para la convivencia.
P.- Platón y Aristóteles propugnaban por un gobierno de los mejores, entendiendo por ellos a los más preparados, los mejor formados… Sin embargo, los que se podrían considerar los mejores no quieren entrar en política. ¿Por qué?
R.- Mi generación accedió a la política por compromiso con unos ideales, pero acepto que hoy pueda accederse por estímulos profesionales o económicos o por reconocimiento social. Lo cierto es que estos estímulos no existen hoy sino más bien al contrario. Hemos desprestigiado socialmente la política, la actividad política y la hemos devaluado peligrosamente. Nos corresponde a todos educar en la nobleza de la representación pública y prestigiar socialmente la dedicación y la representación política.
P.- La desconfianza hacia la política lleva a muchos a reclamar un mayor protagonismo de la sociedad civil. ¿Qué papel cree que juega o debe jugar la Iglesia en este sentido?
R.- La Iglesia, las iglesias, tienen el derecho y el deber de participar en el debate social aportando sus puntos de vista morales, sociales o puramente políticos, aceptando eso sí, que la decisión sobre nuestro orden jurídico le corresponde a la soberanía popular. Únicamente a ella. Siempre he reivindicado una laicidad incluyente que reconoce el hecho religioso, que regula la libertad religiosa y la igualdad de las religiones y acepta en la deliberación pública la voz de esas creencias. Eso no es incompatible con la aconfesionalidad del Estado, la tolerancia hacia las religiones y la regulación de laicidad incluyente. Pero desgraciadamente en España, nuestro siglo XX, nos dejó como herencia un antagonismo intolerante, en ambos lados, que está costando superar.
Entrevista realizada por Sandra Várez
Fundación Pablo VI