Un antiguo ministro de Trabajo de Estados Unidos, Ray Marshall, afirma que "el mundo está viviendo la peor crisis del empleo desde los años treinta". En todo, el planeta, desempleados y subempleados (en la economía informal de los países pobres, especialmente en las nuevas megalópolis, y en el empleo precarizado en los países ricos) son un tercio de los trabajadores-casi 900 millones de personas sobre 2.800 activos (Política Exterior, enero-febrero 1996).Pero hay diferencias respecto de los años treinta. Entonces el paro se explicaba por la depresión, y duró cuatro o cinco años. Ahora dura ya más de quince, en proporciones alarmantes y crecientes. Subsiste, además, durante dos periodos de crecimiento importante -a finales de los ochenta y en la recuperación de los noventa- Es verdad que hoy hay mayor protección Social. Pero el empleo que se genera no tiene ni el mismo contenido económico (valor añadido) ni la misma calidad de inserción social. Es, en gran parte, precario, se polariza hacia los servicios de baja cualificación y se encoge en la industria.. No proporciona ni horizontes de promoción, formación o realización personal, ni orgullo e identidad por el trabajo. Un empleo, en suma, que no socializa ni crea ciudadanos.
Pero además, la diferencia en el clima político-ideológico es crucial: lo que entonces era una solución correctora hoy es un estorbo que se desecha, sin poner nada en su lugar que ofrezca las mismas garantías. Avanzamos inconscientemente hacia el vacío. Los sistemas de protección desarrollados en la segunda mitad del siglo -y el pacto social que cristalizó en todo el marco de relaciones laborales y negociación colectiva- están sufriendo un cuestionamiento y una erosión sin precedentes. Hemos olvidado muy pronto que fueron la respuesta civilizada a la crisis de los treinta que trajo el nazi-fascismo y la Segunda Guerra Mundial.
Ethan Kapstein, director del Consejo de- Relaciones Exteriores (desde una perspectiva de política exterior y de seguridad), se ha hecho una reflexión dramática: "El mundo puede estar deslizándose inexorablemente hacia uno de esos trágicos momentos que harán que los historiadores se pregunten: ¿por qué no se hizo algo a tiempo?. No se refiere a la amenaza nuclear, ni al conflicto de Oriente Próximo, a la inestabilidad en Europa del Este o a la política del Kren-din. Su preocupación son los trabajadores en una economía goblal que -dice- "está dejando una estela de millones de agraviados. Desigualdad, desempleo y pobreza crónica se han convertido en sus sirvientas necesarias. El cambio tecnológico y la intensificación de la competencia internacional están abrasando los mercados laborales de los principales países industriales. Y al mismo tiempo-, presiones sistemáticas recortan la capacidad de gasto de los Gobiernos para dar respuesta. Justo cuando la gente trabajadora más necesita al Estado-nación para amortiguar el choque de la economía global, éste les abandona ".
A este respecto, Alain Touraine, en el marco del encuentro sobre Empleo y tiempo de trabajo celebrado en San Sebastián, acaba de alertar sobre una mistificación interesada: la que confunde un proceso histórico imparable, de largo impulso, y hasta cierto punto "natural" y conveniente -la mundialización, de los intercambios económicos, de los contactos sociales, y culturales de todo tipo, gracias al progreso de las comunicaciones y a los procesos de integración regional- con la globalización del capital financiero, promovida por las grandes corporaciones multinacionales desde los años setenta. Algo, esto último, que no tiene nada de natural y es conveniente sólo para unos pocos. André Gorz lo ha llamado Ia rebelión del capital internacional", una auténtica, fuga para escapar al control político y la regulación social de la economía en el marco estatal. La mano invisible del mercado que creció y se " desarrolló bajo la protección del Estado-nación, se ha convertido en la mano de hierro que se impone sobre Estados y políticas, culturas y naciones. Y marca las condiciones sociales y las pautas del empleo, zafándose de todo vínculo territorial, comunitario o incluso empresarial laboral.
Para encontrar una situación comparable, según Touraine, hay que remontarse a principios de siglo y -recordando el libro de Rudolf Hilferding, El capital financiero (1910)- a lo que éste denominó "el imperialismo financiero". Algunos pueden sentir un cierto pudor por la expresión', pero ¿cómo calificar si no lo que estamos viviendo? Hasta 1971, antes del hundimiento del sistema de Breton Woods, el 90% de las operaciones con divisas estaban ligadas al comercio y la inversión directa -sólo el 10% era especulación- Hoy el casi billón de dólares que se mueven cada día en los mercados globales representa 10 veces la producción física mundial, y 35 veces el intercambio real de bienes. Con el agravante de que el flamante capitalismo electrónico (expresión de Robert Reich) es extremadamente volátil: hemos pasado del lunes negro de las bolsas en, octubre de 1987, al choque japonés de 1990 y al efecto tequila de la crisis mexicana del año pasado; y transitado de puntillas por el campo minado de la deuda del Tercer Mundo en los ochenta. Sin olvidar que la temeridad, la torpeza o la codicia de un operador individual puede provocar desastres como el del Banco Barings en Singapur, o la Corporación Sunuitomo en Japón. Estos mismos días los mercados están al borde de un ataque de nervios.
¿Y éste es el imperio del dinero que nos ha de organizar la economía mundial sin más ley que lapropia, y al que hemos de rendir tributo (literalmente) confiándole nuestro futuro? Touraine recordaba en estas mismas páginas que en 19 10 -cuando Hilferding publicó su libro- estalló la revolución mexicana, poco después la gran guerra en Europa y, en 1917, la revolución rusa. En este final de siglo, México, Rusia, Europa central y oriental (todas ellas economías en liberalización o transición hacia la globalización capitalista) son nuevamente los focos de inestabilidad -financiera, política y social-nacional- del sistema mundial. Apenas han pasadounos años del "triunfo final del capitalismo" y seguimos en plena euforia neoliberal.
Pero los dioses ciegan a quienes quieren perder. Hay una indecencia casi obscena, una implacabe estulticia colectiva -sólo concebible en fenómenos económicos tan impersonales como los llamados "mercados"- A lo largo de este año el anuncio de que el paro en Estados Unidos bajaba de la llamada "tasa natural" ha provocado por dos veces un temblor de ventas en la Bolsa de Nueva York. En Francia, cuando Moulinex ha anunciado que cortaba 2.600 empleos, el 201/1o de su plantilla, las acciones subieron un 2 1 %. Lo mismo ocurrió cuando la AT&T norteamericana anunció que prescindía de 50.000 empleados -su cotización subió como la espuma. En el mundo al revés del nuevo imperio, lo privado determina lo público, y la economía virtual se impone a la real.
Entre nosotros, cuando en otros países ya están reculando ante el precipicio social, asistimos a un típico espectáculo hispano de mimetismo tardío y neoconverso. Desde sectores muy poderosos -y desde el 3-M también muy locuaces- se espolea al Gobierno a una nueva carga de la caballería liberal contra el Estado del bienestar y los difíciles equilibrios de nuestro mercado laboral. Hay actitudes que van de la ceguera ignorante a la arrogancia insensata. El estado mayor áulico de la ofensiva reclama, con convicción supuestamente científica, el abaratamiento del despido, la rebaja del subsidio de desempleo y el acortamiento de su duración. Se barajan condiciones estrictas -suponemos que con afán pedagógicomoral- para poder seguir recibiendo la prestación. Para los otros gastos sociales, pensiones incluidas, el pronóstico es reservado. Mientras, se reducen generosamente los impuestos a las rentas de capital, esta vez sin condiciones de ningún tipo. Y se prepara la venta de los sectores estratégicos de propiedad pública -petroquímico, eléctrico, gas, comunicaciones, transporte, etcétera- a la sección nacional de la internacional financiera.
Galbraith -autor, por cierto, de una Breve historia de la euforiafinanciera y cronista del crash del 29- acuñó para este estado de cosas una expresión certera: 'La cultura de los satisfechos" (entre nosotros, la revuelta de los privilegiados). El dinero desgravado a los que tienen mucho es un incentivo para crear empleo -¡faltaría más!- El que se niega o discute a los que apenas tienen nada, es un acicate a la moral de trabajo. Lo que no pagan a Hacienda los primeros es "un estímulo a la economía productiva"; lo que no se gasta en los segundos, "un alivio a las cargas del Estado". La cesión de las palancas decisivas de la economía a dos o tres grupos financieros no es otra cosa que "una apertura a la libre competencia". ¡Vaya por Dios! (en este caso por la diosa economía). Los mercados, claro, están eufóricos. Como la piara de cerdos en la parábola evangélica, bastará que un "poseído" se precipite por el barranco, para que le sigan todos los demás. Pero es que detrás, sin ánimo de ofender, vamos todos.
El País,03/08/1996.
3 de agosto de 1996
Crisis del estado social y nuevo imperialismo financiero.
27 de febrero de 1996
Repartir el trabajo, recuperar la vida.
Durante un reciente viaje a EE UU, en la Facultad de Informática de la Universidad Carnegie Mellon, me llamó la atención un chiste gráfico de los que colocan los estudiantes en los paneles. En la viñeta, un técnico con cara compungida estaba siendo despedido por el director de la compañía: "No se enfade, Smith, no le vamos a sustituir por un robot, sino por un chip. ¡Hay una gran diferencia!". El sarcasmo del chiste me hizo pensar cómo hemos aceptado que la tecnología y el aumento de la productividad, junto a la economía global, generan paro. Cuando el sentido común nos dice que debieran generar tiempo libre y trabajo para todos. Esto, aparentemente tan simple, requiere el mayor cambio cultural, socioeconómico, desde que la mujer se incorporó masivamente al trabajo.Por eso, cuando ha surgido el debate sobre la reducción del tiempo de trabajo, el escándalo y el simplismo intelectual de algunas reacciones me han parecido de una gran visceralidad, revelando actitudes casi atávicas respecto al papel del trabajo en nuestras vidas. Parece que se atentara contra la fuente de legitimidad del status social y económico de unas élites estajanovistas que acumulan con orgullo no sólo horas de despacho, sino también competencias y responsabilidades. Heridos en su machismo laboral han respondido en consecuencia: "¿Trabajar menos? ¡Por favor, si lo que hay que hacer es trabajar todavía más!".
Nuestra derecha política y económica parece haberse pasado con armas y bagajes al calvinismo laboral, al amparo de lo que ha sido una transformación cultural notable en las actitudes frente al trabajo y el dinero en país tan católico como el nuestro. Subyace el pesimismo antropológico que la, cultura capitalista lleva en sus genes: la naturaleza humana (la de la mayoría que trabaja, claro, pues el ocio, como decía Galbraith, es el mayor privilegio de los ricos) no puede ser dejada a la libertad de un tiempo no programado ni reglamentado, de ocio excesivo. Desde estos prejuicios, las críticas al reparto del trabajo apuntan a una caricatura. Pero no hablamos de trabajar menos linealmente, ni de repartir el empleo existente desde una visión estática del proceso productivo, y menos con una concepción dirigista de la economía. Se trata de trabajar mejor, y trabajar más socialmente hablando, que es lo que importa; es decir, de distribuir más equilibradamente el trabajo disponible. Pero, sobre todo, de trabajar y vivir de otra manera, que ha de hacer tanto el trabajo como el tiempo libre más intensos y productivos y mejor interconectados. Quienes se niegan a hablar de reducción de jornada están culturalmente atados a un mundo de rígido ordenamiento del tiempo. Como a los eclesiásticos que negaban a Galileo el movimiento de la Tierra, les falta perspectiva. Y, sin embargo, la jornada se mueve, se reduce, el tiempo liberado (que no el ocio, asociado a mera distracción) avanza, los hábitos cambian.
Según el profesor Emilio Fontela, hace un siglo un trabajador solía pasar 3.000 horas al año trabajando (y el 60% de su tiempo de vida); hoy, en Europa, el promedio es de 1.700 horas (el 30% de la vida). La creación de riqueza, los bienes y servicios que demanda la sociedad, precisan cada vez de menos tiempo de trabajo (en España tenemos hoy los mismos ocupados, pero el doble de PIB que hace 20 años). Históricamente, el avance tecnológico ha ahorrado trabajo espectacularmente en la agricultura, lo está haciendo en la industria, y muchos servicios, incluida la Administración, van por el mismo camino. Si históricamente hay una progresiva reducción de jornada, junto a ella, una tradición de pensamiento ilustrado -y, por tanto, optimista- la ha considerado tan inevitable como liberadora. Y Keynes, en Las posibilidades económicas de nuestros nietos (1930), afirmaba, en tono profético, que el incremento de la eficacia técnica causa el paro tecnológico. Pero afirmaba que es solamente "una fase temporal del desajuste", y significa "a largo plazo, que la humanidad está resolviendo su problema económico", para lo que daba un plazo de 100 años (¡para el 2030!): "Así, por primera vez desde su creación, el hombre se enfrentara con su problema real y permanente: cómo usar su libertad respecto de los afanes económicos acuciantes, cómo ocupar el ocio que la ciencia y el interés compuesto les habrán ganado, para vivir sabia y agradablemente bien (...). Turnos de tres horas o semanas de 15 horas pueden eliminar el problema durante mucho tiempo Pienso con ilusión en los días, no muy lejanos, del mayor cambio que nunca se haya producido en el entorno material de la vida de los seres humanos en su conjunto. Pero, por supuesto, se producirá gradualmente, no como una catástrofe. Verdaderamente, ya ha empezado". ¡En 1930!
Pero una transformación de tal naturaleza no puede ser gestionada por imperativo legal. La clave está en encontrar e instalar, mediante el diálogo social y con un impulso político que implique a todos, un nuevo paradigma de progreso, un nuevo contrato social Se trata, pero no únicamente, de incorporar otra variable (solidaria) para distribuir las ganancias del crecimiento -más cualificadamente, los aumentos de la productividad- no sólo entre beneficios y salarios, sino también, vía reducción y reorganización de jornada, entre nuevos empleos. Esto último, en realidad, con todo lo que comporta, equivale a echar a rodar un nuevo mecanismo de crecimiento socialmente sostenible.
En los últimos 200 años, el tiempo se ha ido constriñendo a su dimensión contable, comercial ("el tiempo es oro"), con un empobrecimiento vital que arrincona, y vacía de sentido las actividades humanas que son un fin en sí mismas: la amistad, el amor, la, conversación, la familia, el arte, la cultura, la formación, el deporte, el disfrute de la naturaleza, el trabajo para uno mismo, o el trabajo desinteresado para la comunidad, la vida religiosa, en fin, o la fiesta y lo lúdico, hoy reducidos a lo que queda del día, una suerte de reservas temporales cada vez más exiguas en horarios y calendarios. Recuperar el sentido y el ámbito de todo esto sólo puede venir de una paulatina descompresión del tiempo moderno. Las sociedades históricamente más dinámicas han liberado tiempo del trabajo esclavizador y rutinario dando libertad a sus miembros (aunque una minoría privilegiada) para la creatividad, el estudio y la inventiva. El tiempo libre -y productivo, no el tiempo inane y desasistido del paro- es la forma superior que puede adoptar el excedente de una sociedad.
Como dice Alain Touraine, hoy el crecimiento económico, las luchas sociales y los "envites" de valores que conforman la sociedad post-industrial se plantean en tomo a las industrias culturales: los grandes servicios sociales de la sanidad y la educación, los medios de comunicación, las industrias del ocio, el entretenimiento, el turismo y la cultura. Las posibilidades de participación en ellas y los conflictos por su control y contenidos dependen de la ampliación de un nuevo espacio social, el tiempo liberado, y de lo que ocurra en él.
De entrada, hay que replantearse la ideología, tan cara al neoliberalismo, del trabajo obligatorio como superesfuerzo y medio casi único de realización personal. Y rechazar la consideración del trabajo profesional como droga existencial o épica egocéntrica de unos pocos cualificados imprescindibles, mientras el trabajo rutinario y precario, o el paro, quedan para el resto. Lo que exige abrir más el acceso a competencias y cualificaciones profesionales, y democracia empresarial, necesaria para reorganizar el tiempo de trabajo.
No puede ser que unos pocos se droguen con el trabajo y otros porque no lo tienen. Unos angustiados porque no tienen tiempo para nada y otros porque no tienen nada que hacer con su tiempo. De una u otra forma, en un tenso y absurdo desequilibrio, vivimos tiranizados por un tiempo social ineficazmente organizado e injustamente distribuido. Pero, sobre todo, mal vivido.
La derecha española, conversa al espíritu del capitalismo protestante, presume ahora de trabajar hasta los domingos. La izquierda, entonces, tendrá que reivindicar sus orígenes católicos; repartir el domingo un poco por toda la semana; universalizar a toda la sociedad ese tiempo sagrado liberado para el hombre, más allá del privilegio de una casta ociosa; y hacer más llevadera la maldición bíblica y bendición terrenal del trabajo distribuyendo mejor la carga. Ni el robot ni el chip tienen por qué condenarnos al paro, cuando nos ofrecen un tiempo nuevo y fructífero. Si Hollywood, en su última versión de Sabrina, hace decir a Harrison Ford que su aspiración es "vivir bien y trabajar sólo lo necesario" es que aún queda un resquicio para la última utopía de la modernidad.
Nuestra derecha política y económica parece haberse pasado con armas y bagajes al calvinismo laboral, al amparo de lo que ha sido una transformación cultural notable en las actitudes frente al trabajo y el dinero en país tan católico como el nuestro. Subyace el pesimismo antropológico que la, cultura capitalista lleva en sus genes: la naturaleza humana (la de la mayoría que trabaja, claro, pues el ocio, como decía Galbraith, es el mayor privilegio de los ricos) no puede ser dejada a la libertad de un tiempo no programado ni reglamentado, de ocio excesivo. Desde estos prejuicios, las críticas al reparto del trabajo apuntan a una caricatura. Pero no hablamos de trabajar menos linealmente, ni de repartir el empleo existente desde una visión estática del proceso productivo, y menos con una concepción dirigista de la economía. Se trata de trabajar mejor, y trabajar más socialmente hablando, que es lo que importa; es decir, de distribuir más equilibradamente el trabajo disponible. Pero, sobre todo, de trabajar y vivir de otra manera, que ha de hacer tanto el trabajo como el tiempo libre más intensos y productivos y mejor interconectados. Quienes se niegan a hablar de reducción de jornada están culturalmente atados a un mundo de rígido ordenamiento del tiempo. Como a los eclesiásticos que negaban a Galileo el movimiento de la Tierra, les falta perspectiva. Y, sin embargo, la jornada se mueve, se reduce, el tiempo liberado (que no el ocio, asociado a mera distracción) avanza, los hábitos cambian.
Según el profesor Emilio Fontela, hace un siglo un trabajador solía pasar 3.000 horas al año trabajando (y el 60% de su tiempo de vida); hoy, en Europa, el promedio es de 1.700 horas (el 30% de la vida). La creación de riqueza, los bienes y servicios que demanda la sociedad, precisan cada vez de menos tiempo de trabajo (en España tenemos hoy los mismos ocupados, pero el doble de PIB que hace 20 años). Históricamente, el avance tecnológico ha ahorrado trabajo espectacularmente en la agricultura, lo está haciendo en la industria, y muchos servicios, incluida la Administración, van por el mismo camino. Si históricamente hay una progresiva reducción de jornada, junto a ella, una tradición de pensamiento ilustrado -y, por tanto, optimista- la ha considerado tan inevitable como liberadora. Y Keynes, en Las posibilidades económicas de nuestros nietos (1930), afirmaba, en tono profético, que el incremento de la eficacia técnica causa el paro tecnológico. Pero afirmaba que es solamente "una fase temporal del desajuste", y significa "a largo plazo, que la humanidad está resolviendo su problema económico", para lo que daba un plazo de 100 años (¡para el 2030!): "Así, por primera vez desde su creación, el hombre se enfrentara con su problema real y permanente: cómo usar su libertad respecto de los afanes económicos acuciantes, cómo ocupar el ocio que la ciencia y el interés compuesto les habrán ganado, para vivir sabia y agradablemente bien (...). Turnos de tres horas o semanas de 15 horas pueden eliminar el problema durante mucho tiempo Pienso con ilusión en los días, no muy lejanos, del mayor cambio que nunca se haya producido en el entorno material de la vida de los seres humanos en su conjunto. Pero, por supuesto, se producirá gradualmente, no como una catástrofe. Verdaderamente, ya ha empezado". ¡En 1930!
Pero una transformación de tal naturaleza no puede ser gestionada por imperativo legal. La clave está en encontrar e instalar, mediante el diálogo social y con un impulso político que implique a todos, un nuevo paradigma de progreso, un nuevo contrato social Se trata, pero no únicamente, de incorporar otra variable (solidaria) para distribuir las ganancias del crecimiento -más cualificadamente, los aumentos de la productividad- no sólo entre beneficios y salarios, sino también, vía reducción y reorganización de jornada, entre nuevos empleos. Esto último, en realidad, con todo lo que comporta, equivale a echar a rodar un nuevo mecanismo de crecimiento socialmente sostenible.
En los últimos 200 años, el tiempo se ha ido constriñendo a su dimensión contable, comercial ("el tiempo es oro"), con un empobrecimiento vital que arrincona, y vacía de sentido las actividades humanas que son un fin en sí mismas: la amistad, el amor, la, conversación, la familia, el arte, la cultura, la formación, el deporte, el disfrute de la naturaleza, el trabajo para uno mismo, o el trabajo desinteresado para la comunidad, la vida religiosa, en fin, o la fiesta y lo lúdico, hoy reducidos a lo que queda del día, una suerte de reservas temporales cada vez más exiguas en horarios y calendarios. Recuperar el sentido y el ámbito de todo esto sólo puede venir de una paulatina descompresión del tiempo moderno. Las sociedades históricamente más dinámicas han liberado tiempo del trabajo esclavizador y rutinario dando libertad a sus miembros (aunque una minoría privilegiada) para la creatividad, el estudio y la inventiva. El tiempo libre -y productivo, no el tiempo inane y desasistido del paro- es la forma superior que puede adoptar el excedente de una sociedad.
Como dice Alain Touraine, hoy el crecimiento económico, las luchas sociales y los "envites" de valores que conforman la sociedad post-industrial se plantean en tomo a las industrias culturales: los grandes servicios sociales de la sanidad y la educación, los medios de comunicación, las industrias del ocio, el entretenimiento, el turismo y la cultura. Las posibilidades de participación en ellas y los conflictos por su control y contenidos dependen de la ampliación de un nuevo espacio social, el tiempo liberado, y de lo que ocurra en él.
De entrada, hay que replantearse la ideología, tan cara al neoliberalismo, del trabajo obligatorio como superesfuerzo y medio casi único de realización personal. Y rechazar la consideración del trabajo profesional como droga existencial o épica egocéntrica de unos pocos cualificados imprescindibles, mientras el trabajo rutinario y precario, o el paro, quedan para el resto. Lo que exige abrir más el acceso a competencias y cualificaciones profesionales, y democracia empresarial, necesaria para reorganizar el tiempo de trabajo.
No puede ser que unos pocos se droguen con el trabajo y otros porque no lo tienen. Unos angustiados porque no tienen tiempo para nada y otros porque no tienen nada que hacer con su tiempo. De una u otra forma, en un tenso y absurdo desequilibrio, vivimos tiranizados por un tiempo social ineficazmente organizado e injustamente distribuido. Pero, sobre todo, mal vivido.
La derecha española, conversa al espíritu del capitalismo protestante, presume ahora de trabajar hasta los domingos. La izquierda, entonces, tendrá que reivindicar sus orígenes católicos; repartir el domingo un poco por toda la semana; universalizar a toda la sociedad ese tiempo sagrado liberado para el hombre, más allá del privilegio de una casta ociosa; y hacer más llevadera la maldición bíblica y bendición terrenal del trabajo distribuyendo mejor la carga. Ni el robot ni el chip tienen por qué condenarnos al paro, cuando nos ofrecen un tiempo nuevo y fructífero. Si Hollywood, en su última versión de Sabrina, hace decir a Harrison Ford que su aspiración es "vivir bien y trabajar sólo lo necesario" es que aún queda un resquicio para la última utopía de la modernidad.
El País, 27/02/1996.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)