24 de julio de 2015

Venezuela, un futuro por hacer.

Latinoamérica vive un tiempo de cambio. Buen ejemplo de ello es la evolución de las relaciones de Cuba con el resto del mundo o los avatares del proceso de paz en Colombia. Sin embargo, de entre todos los temas que marcan la agenda latinoamericana actual, hay uno que despierta especial controversia, no pocos juicios de valor, y los consiguientes desencuentros entre ambas orillas del Atlántico. Me refiero al futuro de Venezuela.

No pretendo juzgar aquí al movimiento chavista ni al Gobierno de Nicolás Maduro. El chavismo, pese a todos sus defectos, nació de la voluntad de llevar justicia social y mejores condiciones de vida al pueblo venezolano, y como socialista, no puedo dejar de simpatizar con ese objetivo.

Por su parte, el Gobierno venezolano goza de la legitimidad democrática que otorgan las urnas. No obstante, es preciso destacar algunos datos de la realidad venezolana, porque los problemas que revelan comprometen seriamente el futuro de ese país.

En primer lugar resulta preocupante el deterioro de la situación económica. El PIB cayó 4,2% puntos en 2014 y se prevé una caída de 5 puntos para 2015; la inflación alcanzaba el 68% del PIB en enero de este año y podría terminarlo en un 85%.

Con todo, estas cifras oficiales pueden ser mucho peores en la realidad. El desabastecimiento y las largas colas para conseguir productos básicos se han convertido en una triste rutina para la población. La ineficiencia del mercado de bienes y servicios impacta muy negativamente sobre el bienestar de la ciudadanía.

En segundo lugar, destacan la inseguridad y las altas cotas de criminalidad y violencia que sufren los venezolanos. En diciembre de 2014, un informe de la Organización Mundial de la Salud señalaba que Venezuela es el país latinoamericano con mayor tasa de homicidios (57,6 por cada 100.000 habitantes) y que el 90% de esos homicidios se producían con arma de fuego.

Este último dato indica que hay un elevado índice de tenencia de armas entre la población, circunstancia que desafía el monopolio de la violencia legítima por parte del Estado. En otro estudio, de la firma Gallup, Venezuela aparecía como el país más inseguro del mundo, según la percepción de sus propios ciudadanos.

Y según el Índice de Paz Global 2015 del Institute for Economics and Peace, el país ocupa el puesto 146 del mundo, lo cual supone un deterioro notable con respecto a 2014, cuando ocupaba la posición número 129.

A todo ello hay que añadir el clima de tensión política en el país. Todos recordamos las movilizaciones de 2014 que desembocaron en la muerte de varias decenas de personas. Desde entonces se han producido episodios intermitentes de violencia, detenciones y encarcelamientos de líderes políticos, y escaladas verbales con acusaciones cruzadas de golpismo (del oficialismo hacia la oposición) y vulneración de los derechos humanos (de la oposición al oficialismo). Todo ello denota un deterioro progresivo de la democracia en el país, especialmente alarmante en vísperas de unas elecciones.

Creo conocer bien la situación de Venezuela. En lo que va de legislatura, el Parlamento Europeo ha aprobado dos resoluciones sobre la situación en ese país en las que he participado, y conozco bien las cuatro resoluciones aprobadas en la legislatura anterior. Me he reunido, tanto con la oposición, como con representantes del Gobierno y sectores del oficialismo.

Estuve con Felipe González antes de su reciente visita a Venezuela y hablé con él de nuevo después. Como he hablado con Roberto Requiao, mi homólogo latinoamericano en la presidencia de la Asamblea Parlamentaria Euro-Latinoamericana, quien hace poco realizó una ronda de reuniones con autoridades venezolanas en Caracas.

Con la información que me han aportado estas variadas fuentes me gustaría poner sobre la mesa una serie de mensajes que considero fundamentales de cara al futuro inmediato de Venezuela.

La primera clave de ese futuro son las elecciones ya convocadas para el 6 de diciembre de este año. Pero no basta con convocar elecciones: para ser consideradas interna e internacionalmente legítimas, las elecciones tienen que ser libres y limpias.

La mejor manera de evidenciar que lo son es que el Gobierno venezolano permita la presencia de observadores internacionales. No porque existan reservas sobre la limpieza de procesos electorales anteriores, sino porque la situación actual arroja sombras sobre los comicios de diciembre que es conveniente despejar de la forma más clara posible.

Si el Gobierno no admite la presencia de observadores, la pesada carga de la duda se instalará en la democracia venezolana. Si los admite, en cambio, los resultados que arrojen las urnas serán difícilmente contestables, la democracia y el Estado de Derecho saldrán reforzados, y los vencedores gozarán de una legitimidad sin tacha.

Esta labor de observación debería recaer en UNASUR, con presencia de representantes de la Organización de Estados Americanos y la Unión Europea. La UE y la OEA poseen experiencia y procedimientos de observación muy sólidos, de modo que la resolución que emitiesen proporcionaría un indiscutible marchamo de credibilidad internacional al proceso.

En éste, como en todos los casos de observación electoral, son importantes no sólo los encargados de realizarla, sino también el momento y la duración. Para que sea efectiva y creíble, la misión de observación debe empezar en septiembre, con tiempo suficiente para una verificación completa.

Una misión que llegara al país cinco o seis días antes de las elecciones sería puesta en cuestión con toda probabilidad, y su resolución carecería de la fuerza y la solvencia que Venezuela necesita en este momento.

Por último, pero no menos importante, es necesario que los representantes de todas las fuerzas políticas venezolanas tengan la oportunidad de hacer campaña libremente. Es imprescindible que, independientemente de los procesos judiciales pendientes, aquellos líderes que se encuentran actualmente encarcelados reciban la libertad condicional.

De este modo, quedaría garantizada la pluralidad de las elecciones y se eliminarían las dudas sobre la legitimidad de sus resultados.

Si el Gobierno venezolano está tan convencido como dice estar de su victoria en los comicios de diciembre, no debería tener ningún problema en satisfacer estos requisitos. Hacerlo convertiría en incuestionable su eventual victoria. No hacerlo, por el contrario, la preñaría de dudas.