14 de noviembre de 2014

Crisis política y democrática.

Con más o menos profundidad, con manifestaciones políticas y sociales diferentes en cada uno de los países europeos, una crisis profunda está atacando nuestras democracias y nuestros sistemas políticos. Las manifestaciones más expresivas de esta crisis no son revolucionarias, es decir, no presagian una alteración profunda del statu quo, como en el 68 francés, ni cuestionan las bases del sistema productivo (economía de mercado). No hay un movimiento social anticapitalista o antiglobalización como argamasa de las protestas, aunque esas banderas hayan estado presentes en las protestas del comienzo de siglo o en las protestas de Grecia y España (15-M). No hay una explosión social con alteraciones graves del orden ciudadano. Curiosamente y a pesar del enorme sufrimiento que la crisis económica está produciendo en casi toda la población, la reacción social es contenida y podría hasta parecer resignada.

Pero nos equivocamos si creemos que tal reacción es apatía o resulta inocua para nuestras democracias. La crisis política surge precisamente de ese descontento personal y pasivo que está creciendo en toda Europa y que se centraliza, casi en exclusiva, en el sistema político vigente.

En primer lugar, y como primer síntoma de la crisis política, crece la abstención, como uno de los más alarmantes signos de protesta. En algunos países, la participación electoral no llega al 50%. En las recientes europeas, por ejemplo, la participación no llegó al 43% y ello pese a que esa media está elevada por la obligatoriedad del voto en algunos países (por ejemplo en Bélgica, con el 89,6% de participación). En los países del este de Europea la participación no pasó del 30% y en algunos casos particulares como Eslovaquia la abstención alcanzó el 87%. En este aspecto, la crisis política adquiere particular relieve en la juventud: el 73% de los europeos entre 18-24 años, no acudió a votar en mayo pasado.

¿Cuáles son las razones principales de la abstención? Para el 23% la falta de confianza, para el 19% la falta de interés y para el 15% el sentimiento de que su voto no tendrá consecuencias. Todas ellas pueden sumarse a un genérico concepto de crítica al sistema y reforzar así una peligrosísima falta de conexión entre los líderes y los partidos con la ciudadanía, lo cual destruye las bases legitimadoras de nuestro sistema representativo.


La segunda gran expresión de la crisis que vivimos es consecuencia directa de lo anterior. En muchos países de Europa se están alterando los modelos clásicos de representación política. En casi todos los países se está reduciendo la fuerza electoral de los partidos tradicionales y están apareciendo nuevas fuerzas, casi siempre en los extremos del arco político natural. La extrema derecha es gobierno en Hungría y está presente en todo el norte de Europa. Marine Le Pen es primera fuerza en Francia. Incluso aparece en Alemania disfrazada de antieuropeísmo y en Holanda con signos de antiinmigración. El UKIP antieuropeo de Nigel Farage ya ganó en mayo en el Reino Unido y su fuerza de cara al referéndum de 2017 no disminuirá. Por el otro extremo, Syriza aspira a gobernar en Grecia, y en España Podemos sueña con la idea de que puede ganar, incluso al PP, este próximo año.

Con características diferentes, los movimientos populistas resultan sumamente eficaces en momentos de tanto enfado como confusión. Le Pen, por ejemplo, arrasa con su «Francia para los franceses»; su propuesta para abandonar el euro y el principio de ‘preferencia nacional’, una especie de nuevo arancel a las importaciones para favorecer los productos franceses. Salvando las distancias y sin ánimo de ofensa, Podemos en España o Syriza en Grecia esperan recoger el triunfo de la mano del inmenso cabreo de la ciudadanía con la crisis y con la corrupción, aunque sus soluciones brillen por su ausencia.

La tercera consecuencia de la crisis política es la encrucijada de la izquierda socialdemócrata. Cuando todo el mundo creía que la manifiesta responsabilidad neoliberal en la implosión financiera de 2007/2008 condenaría a la derecha política para muchos años, resulta ser la izquierda socialdemócrata la que no levanta cabeza ante las contradicciones que tiene que asumir para gestionar con los mercados globales las deudas públicas y privadas de sus países, la competencia desleal y el dumping social que nos trae la globalización productiva y las limitaciones que nos impone la gestión monetaria de un Euro germanizado.

No es casual, en consecuencia, que de todo este conglomerado de críticas, decepciones, descontentos, etc., surjan líderes alternativos, movimientos sociales del tipo Barrez-vous! («¡largaos!»), soluciones populistas, opciones electorales para castigar ‘a los de siempre’, o magmas de partidos de muy difícil gestión gubernamental. No es extraño por ejemplo que los jóvenes franceses se inclinen por votar al Frente Nacional para romper con el pasado. Es malo que se equivoquen, pero es peor que tengan razones para hacerlo.

No habrá soluciones fáciles ni rápidas a este estado de cosas. El riesgo más grave surgirá si no sacamos a Europa de la recesión y de la crisis económica, del paro masivo y de la pobreza. Si Europa no sale pronto de esta crisis, los riesgos de la desarticulación y del extremismo políticos se empezarán a parecer demasiado a los de los años treinta del siglo pasado. Junto a las soluciones económicas, los grandes partidos debemos encabezar reformas profundas en el interior de nuestras organizaciones y en las relaciones con la ciudadanía: trasparencia, comunicación personal, consultas y participación, honestidad y ejemplaridad, etc. Lo que urge es recomponer el contrato social de política y ciudadanía. Lo que nos corresponde a quienes creemos en la política, en la democracia y en la izquierda, es devolver a esos ciudadanos críticos la confianza, la utilidad y el interés en nuestras organizaciones, en nuestros líderes y en nuestras soluciones.

Publicado en El Correo, 14/11/2014