22 de enero de 2006

Te encontré...pero sigo sin verte.


No tengo fe. Viví , con la emoción de esa edad, una adolescencia y una juventud de entusiasmo religioso. Creía entonces en un Dios de justicia y de igualdad, en una religión generadora de virtudes personales, en un Evangelio como fuente de emancipación humana. Tradición religiosa, educación cristiana y una Iglesia abierta a la protesta antifranquista de aquellos años sesenta me acogieron bajo sus faldas para darme formación, amigos, conciencia y argumentos, motivación moral en aquella juventud reprimida y limitada en tantas cosas, al tiempo que rebosante de tantas otras, como plena de ilusiones y esperanzas.

Viví entonces la fe. Creí en un Dios alfa y omega de la vida, en un Dios protector y exigente, referencia moral de mis actos y de mi conducta, espacio obligado de mi espiritualidad. Intenté ajustarme a las normas de una vida religiosa honesta, lo que no era fácil a aquella edad y me mantuve fiel y coherente con esas creencias y sus consecuencias hasta bien entrada mi madurez.

Pero poco a poco dejé de creer en Ti. Una narración histórica incomprensible. Una explicación teológica abstracta y esotérica. Una visión del mundo acientífica e irreconciliables dentro de la misma Iglesia. Una pluraridad de fes y de vivencias religiosas tan antagónicas como irreconciliables dentro de la misma Iglesia. Una Iglesia oficial y otra jerárquica alejada y distante, amiga de mis enemigos. ¡Tantas cosas! Pero, sobre todas ellas, lo que me alejó de Ti fue la política. No, no digo la política tal como la conocemos hoy, con sus estructuras orgánicas y administrativas, con sus cargos representativos y toda la liturgia que acompaña a la democracia.

No. Hablo de la política en su estado puro. Hablo de la militancia antifranquista de finales de los sesenta, el sindicalismo en la fábrica, la épica de las actividades clandestinas, la cárcel, la solidaridad, el panfleto, la pegatina, la multicopista, la reunión secreta, las manifestaciones por la libertad y los derechos humanos. Hablo de una fuerza irresistible cargada de justicia y de emoción para superar la España franquista, la Euskadi oprimida y la justicia pisoteada.
Allá por el sesenta y ocho, cuando yo tenía veinte años , la política y el sindicalismo empezaron a ocupar mi corazón, es decir, mis inquietudes, mis aspiraciones, mis nuevas referencias morales. Eran cosas palpables, comprensibles, necesarias, como los sindicatos, los derechos, la democracia. Era un proceso que evolucionaba en un discurrir irrefrenable hacía el fin de la dictadura y el amanecer de la libertad y la democracia. Era la solidaridad en su máxima y mas emocionante expresión, como cuando había que parar la fábrica en el Proceso de Burgos contra el fusilamiento de los condenados por el tribunal militar. Todo eso me atrajo y me comprometió para siempre.

Pero nunca dejé de pensar en el cristianismo como referencia moral y compromiso. Respeté sus enseñanzas y reconocí a quienes desde su fe, proclamaban ideales de justicia y trabajaban honrada y desprendidamente por los demás. Es más, encontré más y mejores socialistas que en mi propia casa en aquellos voluntarios cristianos que, desde un compromiso evangélico profundo y auténtico, ejercían la solidaridad con los parados, con las familias desestructuradas, con los enfermos de sida o con los jóvenes que habían fracasado en la escuela. Cristianos jóvenes trabajando por la paz, por el desarrollo del Tercer Mundo, luchando contra la exclusión y educando a quienes más lo necesitaban. Ahí volví a encontrarte.

Te encontré en mis amigos socialistas cristianos o cristianos socialistas, con los que tendí puentes para unir dos conceptos y dos mundos afines y complementarios, absurdamente separados por la historia española y por un siglo XX de enfrentamientos y desencuentros entre izquierda e Iglesia o, quizá mejor, entre Iglesia e izquierda. Te encontré en una multitud de compañeros que se acercaron al partido por su fe y que militan en la izquierda de muchos países como consecuencia de su compromiso evangélico.

Te encontré en países pobres en forma de teología liberadora. Te encontré en barrios marginales en forma de múltiples organizaciones que prestan sus brazos al Estado del bienestar y ejercen la solidaridad personal con un sacrificio desconocido en estos tiempos de individualismo y consumismo egoísta.

Te encontré, pero sigo sin verte. Las mismas dudas de entonces. La misma incapacidad para comprender tu relato histórico. La misma perplejidad ante la abstracción de la fe. Sigo amarrado al realismo de la sociedad que me rodea. Angustiado ante las nuevas necesidades. Motivado por nuevas exigencias desde la misma aspiración de justicia y de cohesión social en la libertad.

No te veo, pero te tengo por un aliado. La alianza personal que he tejido estos últimos años con uno de los tuyos. Uno de los mejores, Carlos García de Andoin, querido y admirado amigo de quien prestada su espléndida cita de Weber y Bobbio: “Entre la maldita costumbre de la Biblia de ponerse del lado de los pobres (Max Weber) y la estrella polar de la izquierda, la igualdad (Bobbio), no solo hay compatibilidad, sino una gran afinidad.
Los viejos conceptos de libertad, igualdad y fraternidad que configuran el universo cultural del socialismo nacieron del humanismo cristiano, de una convergencia prepolítica entre nuestros dos mundos. El socialismo de hoy necesita una sociedad educada en esos mismos valores, en esa concepción desprendida del buen samaritano, en esa actitud solidaria del voluntario cristiano, en esa aspiración profunda de paz y tolerancia que emerge del Evangelio. Esa moral cívica siempre será la base cultural del socialismo. Por eso, otro admirado amigo del a doble militancia cristiana y socialista, Rafael Díaz Salazar, acostumbra a decir que el cristianismo, con toda su carga de austeridad y de entrega, debe fecundar y ayudar a la renovación de la izquierda.

No soy creyente. Lo fui. Ahora solo soy socialista, pero siempre he creído que en el cristianismo hay una profunda raíz de compromiso con la justicia y con la emancipación humana.

Te deseo lo mejor.

"50 Cartas a Dios".Enero 2006.

16 de enero de 2006

Inercias del pasado

La política vasca está lastrada por su pasado. Las esperanzas del presente se enturbian ante las inercias que nos imponen los acontecimientos pasados y las enormes heridas que abrieron la violencia y sus derivadas. Si la expectativa del final de ETA se consolida, si el acuerdo de convivencia entre vascos se abre paso, si de verdad se abre un tiempo nuevo, serán necesarios muchos esfuerzos y mucha generosidad, innumerables gestos mutuos de mundos antagónicos, interminables diálogos entre quienes hoy ni se conocen ni se reconocen. Me pregunto si seremos capaces de recorrer ese camino, si las inercias del pasado no serán demasiado pesadas y si no acabará siendo más cómodo refugiarnos en los sólidos y confortables muros de nuestros sentimientos y de nuestras estrategias. Me asaltan estas reflexiones al observar dos acontecimientos recientes de nuestra actualidad y al sentirme, yo mismo, objeto de esas inercias.

La escena es fácil de imaginar: la Sala de Vistas de la Audiencia Nacional. Juzgan a uno de los miembros del comando que mató a Fernando Buesa y a su escolta, Jorge Díez Elorza. El acusado se niega a declarar, y se retira abstraído y ajeno a su banquillo en el interior de la cabina blindada. Comparecen dos testigos, sus compañeros de comando, que ya han sido condenados en firme por ese asesinato. Con una naturalidad que raya en la imbecilidad, describen los pormenores del atentado: cómo integraron el comando; cómo hicieron los seguimientos; dónde prepararon la bomba; cómo colocaron el coche y cómo los mataron. Más que malos, me parecen idiotas morales.

Mientras los veo y los oigo, no dejo de preguntarme: ¿Qué hacemos con esta gente? Nunca he dejado que crezca mi sentimiento de venganza, aunque ese legítimo deseo ha golpeado mi conciencia en numerosas ocasiones. Tantas como nos ha golpeado el terrorismo arrebatándonos a tantos amigos y compañeros, matando siempre injustamente a tanta pobre gente, policías y guardias sobre todo, venidos de pobres pueblos de España. Me resisto a desearles la cárcel de por vida, pero también me digo que rechazaré el perdón para quienes describen y sienten sus fechorías con la naturalidad del deber cumplido, como mera expresión del 'conflicto', casi sintiéndose orgullosos y protagonistas de una lucha ejemplar. No estoy dispuesto a que el final de la violencia lleve aparejada la injusticia del perdón para quienes no piden perdón.

Pero la escena no acaba ahí. Detrás de los primeros bancos en los que seguimos la vista están los familiares del acusado. No les miro, pero supongo lo que piensan y sienten. Afortunadamente, en este caso, se mantienen discretamente, detrás, en el segundo plano que les corresponde en este drama. Un leve gesto de saludo del acusado y poco más. Hemos evitado que los amigos y familiares de los acusados conviertan el juicio en un acto de exaltación de los asesinos, como desgraciadamente ha ocurrido tantas veces en otras ocasiones.

A mi lado, en mi misma trinchera, un grupo de militantes de un foro cívico que reivindica a las víctimas mantiene sus distancias. Pocos saludos. Frialdad al encontrarse con el PSE. Hay incluso alguna mirada hostil. Algún reproche expreso a la dirección de mi partido. También aquí me pregunto por qué algunos se consideran más legitimados para reivindicar a las víctimas, si ninguno de ellos es objetivamente más víctima que nosotros. Vuelvo a un viejo razonamiento que he exteriorizado con frecuencia: la sociedad organizada en torno a las víctimas, especialmente a partir de 1997, ha sido fundamental para colocarlas en el primer plano de nuestras exigencias y de nuestras políticas, como debieron estarlo en todo momento y como desgraciadamente no estuvieron en los veinte años anteriores. De las muchas cosas que personalmente me autocritico cuando echo la mirada atrás, ésta es la que más me duele. Pero, a continuación, no dejo de exigir que sea la política y los partidos políticos, los partidos que representan a todos, con todos sus intereses contrapuestos, con todos sus filtros, con todas sus responsabilidades, cruzadas, heterogéneas y hasta contradictorias, los que hagan la política para la paz.

El otro acontecimiento provocador de estas reflexiones sobre nuestro pasado me la generó un ácido comentario de un dirigente del PP vasco a propósito de la actitud del PSE-EE en el presupuesto para la CAV en 2006: «Pacto vergonzante, que renuncia a ser alternativa política y reedita los peores momentos de la historia socialista, como aquél en que fue incapaz de gobernar a pesar de haber ganado en escaños y de ser el tonto útil durante la década de los noventa». Más allá de la retórica partidista del caso, me alarmaron dos cosas. La primera es el falseamiento de la realidad hasta el punto de que una mentira mil veces contada pueda convertirse en verdad histórica. Cuando el PSE-PSOE obtuvo la mayoría de diputados en el Parlamento vasco, en 1986, tenía 19 escaños. Es verdad que no conseguimos la Lehendekaritza, pero no es cierto que fuera por nuestra renuncia, sino porque no había mayoría posible para ello y para gobernar, al negarse todos los partidos nacionalistas a votar la investidura de un lehendakari socialista. Recuérdese que en el bloque constitucionalista sólo había cuatro escaños más: dos de AP-PP y dos del CDS. A los que alimentan esta mentira histórica, conviene recordarles que en aquel Parlamento había 23 escaños no nacionalistas sobre 75 y que los nacionalistas sumaban 52 (PNV, 17; EA, 13; HB, 13 y EE, 9).

El segundo comentario es más personal, pero no menos político. La coalición de los socialistas vascos con el PNV duró doce años (1987-1998) y en ellos se produjeron grandes acontecimientos que marcaron, para mí, la mejor etapa de la política vasca en los últimos treinta años. El pacto de Ajuria Enea; el desarrollo del autogobierno con la Ertzaintza y Osakidetza, entre otras grandes transferencias; la consolidación del Cupo y del Concierto; las grandes inversiones que cambiaron el país: el superpuerto, el metro y el nuevo aeropuerto de Bilbao, el Guggenheim y las infraestructuras industriales y tecnológicas, entre otras. El pacto PNV-PSE fue de todo menos intrascendente o inútil. Las bases de la política vasca cambiaron de tal manera que la traición de Lizarra, en parte, lo fue porque una corriente interna del PNV creía que se diluía su proyecto en el pluralismo sociológico y en la moderación política de la coalición con los socialistas (y como prueba me remito a la progresiva equiparación electoral entre nacionalistas y no nacionalistas que se produce precisamente en este periodo). Resulta particularmente injusto que un destacado miembro del PP de entonces y dirigente actual haga un comentario tan despectivo y mendaz. Entre otras razones, porque la emergencia del PP vasco se produjo precisamente a partir de la coalición PNV-PSE, que instauró un clima de reconocimiento político a la pluralidad no nacionalista, legitimó al PP vasco y le dejó franco el espacio no nacionalista.

Ahora, después de la negra experiencia del pacto de Estella y del plan Ibarretxe, siete años después de la aventura soberanista, la macropolítica vasca ha empezado a cambiar. No es casualidad, sino fruto de una política consistente. Dijimos 'no' al plan del Estado libre asociado, y lo derrotamos en las Cortes y en las urnas. El Gobierno vasco ya no tiene un plan de ruptura con España, aunque el lehendakari lo reivindique en Nochevieja, prisionero, él más que nadie, de las inercias del pasado. El PNV colabora lealmente con el Gobierno de Zapatero en uno de los momentos históricos más esperanzadores para el fin de ETA. Importantes problemas pendientes (Ertzaintza, 'Prestige', Cupo, etcétera) se han resuelto. Se han acordado grandes y significativas inversiones del Estado ('Y vasca', Bahía de Pasajes, investigación) y nuevas fórmulas de colaboración del Gobierno vasco en su ejecución. El PNV apoya al PSOE en los Presupuestos del Estado y el presidente del EBB del PNV mantiene una muy buena relación personal con el presidente del Gobierno y con el PSOE. Y cuando, en ese marco de cambios tan significativos e importantes, el PSE-EE logra un acuerdo para el Presupuesto vasco, vuelven las inercias del pasado, y propios y extraños lo condenan con gravísimas descalificaciones. Seguramente, en el acuerdo faltan y sobran cosas y, sobre todo, puede explicarse mejor, pero con todo lo que importa es constatar de nuevo las enormes resistencias que acumula la política vasca para que todo siga igual, es decir, empantanados, bloqueados y divididos.

Suele decirse que la política no es sólo querer. Eso es la utopía. Es también hacer. No hay seguridad plena de que nuestros movimientos sean certeros y de que nuestras decisiones políticas gusten a todos. Eso ya es imposible en las sociedades complejas y ante la complejidad de los problemas, pero mi conclusión es que el pasado no nos puede encadenar cuando es tanto lo que está en juego.
El Correo, 16/01/2006