1 de abril de 1995

Buscando la paz en el laberinto vasco.

El País Vasco sigue en su laberinto. Un laberinto lingüístico-cultural, sociopolítico (siete partidos con representación en el Parlamento de Vitoria) y semántico, donde se entremezclan la realidad autonómica y los deseos nacionalistas de autodeterminación e independencia. Y un laberinto de violencia al que ahora se suma el recuerdo de los GAL. Los vascos parecemos condenados a repetir, con una sensación angustiosa de déjà vu, los mismos movimientos tácticos en la política, iguales debates sobre las mismas cuestiones, parecida retórica para el mismo bloqueo ideológico, idénticos conflictos y escenas de desórdenes y furia callejera. Desde principios de año, ETA ha asesinado a Gregorio Ordóñez, la sociedad vasca ha respondido masivamente en la calle en dos ocasiones, KAS ha amenazado globalmente a la clase política y periodística vasca, y tras las macabras revelaciones en torno a los supuestos cadáveres de Lasa y Zabala, ha declarado que "hacer frente con todas las armas posibles al Estado terrorista español es, además de legítimo derecho de defensa, una obligación ética". Lo que se traduce al día siguiente en un nuevo episodio de barbarie callejera, con heridos graves por quemaduras y ataques vandálidos a casas del pueblo y batzokis. Los portavoces de la organización juvenil Jarrai "se felicitan" de todo ello y Jon Idígoras atribuye la responsabilidad "al contexto de confrontación".En medio de este laberinto de intolerancia y odio, de incomprensión y violencia, no es extraño que para algunos resulte tentador buscar la vía aparentemente más directa al borde que linda con la paz. Pero ésta lleva casi siempre a una salida falsa. Es lo que ha ocurrido con la iniciativa del PNV en la reciente conferencia de paz organizada en Bilbao por Elkarri.

De entrada, la pretensión de esta conferencia de paz y de sus organizadores de hacer abstracción, como método, del problema de la violencia y de su condena moral, para concentrarse en acercar las posiciones políticas enfrentadas, elude la cuestión principal: una de las partes que se sientan a la mesa representa políticamente a los terroristas. Lo que me recuerda que hasta en las películas del Oeste, violentas donde las haya y bien lacónicas en cuanto a diálogo, hay por lo menos una ética mínima y rudimentaria, casi de supervivencia: en las partidas de póquer, por ejemplo, el que se sienta a jugar deja el revólver en la puerta con el sheriff. En esta última reunión, sin embargo, no ha sido así: uno de los que se sentaban a la mesa tiene detrás permanentemente, como a su propia sombra, a un pistolero con la cartuchera puesta y la reputación de cientos de muertos a sus espaldas.

Esta tecnocracia de la "mediación en la pacificación de conflictos", experta en el diálogo sin juicios de valor, considera el terrorismo como un mero efecto -"expresión de violencia", según su eufemismo favorito-, poco menos que inevitable, de un conflicto político previo. Se absuelve así a los que asesinan de toda responsabilidad moral por sus actos, que se remite a una causa profunda, a "la situación de conflicto". Filosofía que coincide con el análisis de Herri Batasuna: los asesinatos y atentados son parte del paisaje sociopolítico, hay un conflicto violento que surge espontáneamente de un contencioso entre el Estado y Euskal Herria -es decir, el Pueblo Vasco en su conjunto, nada menos. Todo muy impersonal, casi científico.

Sin embargo, para la mayoría de ciudadanos -y hasta ahora, y quiero creer que todavía, para las fuerzas políticas democráticas- el terrorismo es el problema de fondo, y la causa principal que bloquea la política vasca y toda posibilidad de evolución de la situación, desde hace años. Éste es el consenso básico que sustenta el Pacto de Ajuria Enea desde enero de 1988.

Por eso, cuando los dirigentes del PNV vuelven a plantear que la violencia "tiene su origen en un conflicto político" y que hay que "repartir la razón entre las partes" del mismo, están retrocediendo a posiciones de los años setenta y primeros ochenta. Es un discurso del diálogo político como método para la paz que relativiza la exigencia de cese previo de la violencia. Conduce a justificar, indirectamente, la eficacia del terrorismo, y al desarme moral ante él. Deliberada o inadvertidamente, mezcla el conflicto histórico de carácter político" -entiéndase aspiraciones nacionalistas versus Estado- del que ellos mismos se sienten protagonistas principales, con la violencia que manipula las aspiraciones de una minoría -un problema, ante todo, entre vascos. Confusión -de niveles políticos, pero también de fines y de medios, del plano de la política y el plano de la ética- que tiene una única consecuencia con dos caras, según el punto de vista: la contaminación de los fines políticos del nacionalismo democrático por los medios violentos, o la cobertura política de la práctica terrorista mediante la homologación "democrática" de sus fines.

Pero no sólo en el método, también en el fondo, en los términos en que el PNV ha aceptado el diálogo y ha planteado su propia iniciativa, se ha caído en una peligrosa confusión. No en vano, un representante de HB en la conferencia de paz, Adolfo Araiz, aseguraba que las tesis defendidas por el PNV "coinciden plenamente con las propuestas de Herri Batasuna, pero chocan con la práctica del PNV y, sobre todo, con los fundamentos teóricos del Pacto de Ajuria Enea". Lo que no es exactamente así, porque mientras la mentalidad legalista de HB exige que el reconocimiento del derecho de autodeterminación sea nítido y se plasme en la Constitución y el Estatuto -como no podía ser de otra manera, pues más de 20 años de trayectoria sangrienta necesitan algo tangible que los justifique-, el relativismo jurídico del PNV propone algo tan ambiguo como la autodeterminación fáctica, el acceso gradual a la soberanía por la vía de los hechos. Pero el mito nacionalista de la Santísima Autodeterminación, que es como la levitación de los pueblos, es un misterio político-jurídico tan elusivo (tiene al menos tres versiones distintas, incluida la de EA, y ninguna es la verdadera) que de su plasmación concreta no sabemos nada ni cuándo, ni cómo, ni dónde, ni por quién, ni para qué- sólo la forma apocalíptica en que ha sido revelado en algunos países de Europa del Este. Se entenderá que sobre algo tan irreal y simbólico no es posible más que una aproximación semántica que no engaña a nadie. Así, la consecuencia política inmediata de este inicio de diálogo no ha atendido a estas sutilezas teológicas y se ha resuelto de la única manera que cabía esperar: otorgando a la versión de perfil más grueso -la autodeterminación para la independencia, núcleo ideológico de ETA-HB- una nueva legitimidad que la sitúa en el centro del debate sobre la pacificación.

Excelsa confusión, pues, que equipara una reivindicación política imprecisa y minoritaria -mientras no se demuestre lo contrario- con derechos fundamentales como el derecho a la vida (así lo expresaba en sus conclusiones el presidente de los moderadores de la conferencia, el catalán Félix Martí) o con instituciones democráticas del Estado y de la comunidad autónoma vasca, con 17 años de trayectoria y avaladas por la voluntad popular mayoritaria en 22 ocasiones. (A pesar de la insistencia nacionalista en presentarla como un "derecho universalmente reconocido", la autodeterminación no está reconocida constitucionalmente por ningún Estado democrático del mundo -sólo ha tenido expresión legal en la constitución de la Unión Soviética y otros Estados comunistas, con las garantías democráticas de todos conocidas). Para continuar con el símil cinematográfico, tal y como estaba organizada esta partida de póquer, además de la sombra del pistolero, había que aceptar de entrada que las instituciones democráticas -el as de oros- valieran lo mismo que un auto determinismo de perfiles difusos, que unos convierten en el comodín inofensivo de su indefinición política, pero otros en el joker sangriento del chantaje y la amenaza.

La paz vasca necesita diálogo político sobre todo -el modelo institucional, los derechos históricos reconocidos por la Constitución y el Estatuto, los presos, el euskera. Pero no desde un punto de partida ficticio, haciendo tabla rasa de los últimos 17 años y de la voluntad democrática de los vascos, sino partiendo de esa realidad: el marco autonómico, que debemos completar y, en su caso, ampliar en la perspectiva europea (admitiendo que no es un límite rígido, sino un cauce abierto al futuro). Sin embargo, el diálogo político tiene una premisa ética mínima: el cese de la violencia terrorista. Premisa que desde el campo democrático en general exige completar las reformas emprendidas en el Ministerio de Justicia e Interior y la garantía de la aplicación estricta del Estado de Derecho. Y que para el nacionalismo democrático, en particular, implica el abandono del relativismo autodeterminista sobre el marco jurídico-político.

A este respecto, no es superfluo que el ministro Belloch repita que "sólo lo ético es político", una máxima del Kant de Por la paz perpetua, para quien "la verdadera política no puede dar un solo paso sin haber tributado previamente su vasallaje ante la moral". Especialmente si el fin perseguido no es meramente político, sino un bien moral tan fundamental como la paz verdadera.

Una paz que exige que el Estado de Derecho demuestre hoy la superioridad de su legitimidad sobre las coartadas que esgrimen los violentos, arrojando luz y justicia sobre las zonas oscuras del pasado. Una paz que, a luz de los últimos acontecimientos, no llegará a través de atajos o iniciativas partidistas. Éstas producen más desgarro y desorientación entre la mayoría social democrática de lo que allanan el camino a la reconciliación sobre bases firmes, o incentivan la reflexión hacia la sensatez entre la minoría atada a la política de la violencia. Es necesario recuperar la claridad de ideas en torno a una estrategia de pacificación a medio y largo plazo, sobre los únicos principios sólidos capaces de garantizar el consenso entre las fuerzas democráticas -los del Pacto de Ajuria Enea. Para salir del laberinto en que lleva sumida tantos años, la sociedad vasca tiene que afirmar su propia cohesión y fortaleza frente a la debilidad intrínseca -política y moral- de quienes se amparan en la violencia. Sólo puede hacerlo afirmando la primacía del derecho, reforzando el pacto de convivencia que representan sus instituciones autonómicas, y exigiendo la paz como premisa ética para cualquier diálogo político.

El País, 01/04/1995